martes, 7 de abril de 2020

Amor adolescente

ladyquinzano poema
 
Y qué pasó 
entonces.

Pasó una mujer. 

Pero qué pasó.

Que era
de las que nunca
terminan
de pasar. 

Karmelo C. Iribarren

Yo encontré el amor de mi vida con 16 años, o puede que antes, cuando tenía 14, o incluso puede que antes, cuando eran 12. Hasta pudiera ser que el amor de mi vida se presentara antes, en el patio de un colegio de preescolar con apenas cinco años.

Mi amor llevaba el pelo negro y la piel morena, tenía madera de líder y era peleona. Mi amor también era de pelo claro, casi rubio, con los ojos verdes y una bondad que se le salía por los costados. También era esa niña castaño oscuro y ojos rasgados, que tenía 10 años y pedía, en vez del escondite, un ratito para hablar. También tenía la forma de una niña muy delgada, en extremo nerviosa, a la que confundían con mi supuesta hermana. En el patio del recreo la morena era la fémina alfa que chocaba contra mí, otra pequeña tirana. En las trifulcas por dominar al grupo, yo quedé desterrada. 

Pasó preescolar y cambiamos de patio: el mundo se nos hizo un poco más grande. Yo me alejé de mis amores, conocí a una niña que me robaba los juguetes y que me subyugó bajo su régimen. La peor regla de todas era, lo recuerdo bien, hacer de personajes secundarios cuando jugábamos a las películas. Pero yo quería ser Simba, Spirit e, incluso, Rose en Titanic, así que un día me planté. Dije basta. Regresé al que sería mi futuro y cogí a la niña de ojos verdes de la mano. 

Las dos juntas contra el mundo, tortugas de vez en cuando, empezamos a compartir nuestra infancia con las otras tres cuando hicimos siete años. En los recreos pasábamos de ser Witch a batirnos en duelos de tazos, de convertirnos en polis y cacos a escribir cuentos que hoy son el mejor recuerdo. También hubo juegos macabros: círculos de la verdad en los que se acorralaba solo a una para decirle todo lo que a nuestros ojos eran defectos, un juego de religión que manejamos al antojo del diablo. Así fueron los días que hicieron de unas niñas amigas y del juego, el amor. 

Vino entonces secundaria. Decían que la adolescencia se acercaba y nadie entendía nada. Nosotras seguíamos siendo niñas en cuerpos que mutaban, pero ahora se hacían imprescindibles cosas que antes no importaban: las notas, la ropa, ¿los chicos? En secundaria me pillé de al menos dos y conocí a otros tres amores. Una tenía el pelo castaño claro y los ojos color miel, la sonrisa siempre puesta y la tontería por bandera. Otra una voz de arcilla que mutaba al cantar y reivindicaba la absurdez. Y otra, siempre reservada, de pelo y piel oscuras, y manos muy pequeñas. Con sus idas y venidas, también había un chico muy delgado, pianista de nacimiento.

Mis amores eran ocho, y aunque la niña nerviosa se escindiera en sus propios círculos, ella y yo mantuvimos vivos los fuegos de una pasión que casi acaba con nosotras. 

En el grupo se quedaron, pues, siete, sumándome a mí volvíamos a hacer un ocho, que se tumbó en el patio y se convirtió en un infinito que acabó después de bachillerato. Juntas nos convertimos en fuerte, en comuna, en locura permanente. 

La adolescencia llegó y los monstruos crecieron en nuestros vientres. Nos partíamos con la punta de un papel y nos reconstruíamos los viernes en una plaza. ¡Ay! Nos hicimos tan eternas que ni la vida, ni siquiera ella, podrá arrebatarnos los recuerdos de aquel amor que se nos clavó en las comisuras de los labios, grabando a fuego las arrugas de risas fértiles, de penas yermas. 

Entonces pasó. La chica con voz de arcilla y el chico pianista volaron demasiado pronto a otros nidos. La chica reservada se alejaba y se acercaba por temporadas. La niña peleona se fue con sus garras a un hospital, donde siempre encuentra guerras que librar. La chica de ojos miel encontró a un amor de ojos verdes. La niña de ojos rasgados emigró a Edimburgo. La niña nerviosa se hizo tornado y estación de paso. Y la niña de ojos verdes y yo nos quedamos quizás enquistadas, quizás aún enamoradas de lo que fuimos. 

Entonces pasó: vino la vida y sentenció una ruptura, vino la vida y nos crecieron las obligaciones, y se nos rompieron las ilusiones —aunque otras se cumplieron—, y nos hicimos mayores. 

Entonces pasó: vino la vida y sentenció una ruptura que aún encuentra oposición en un amor que resiste a destajo. 

Entonces pasó un amor que nunca termina de pasar.