De pequeña, con cinco años, en el
patio del recreo, dos niños y yo teníamos un zoo repleto de animales. Cada día,
al sonar la música que anunciaba el descanso entre clases, salíamos corriendo
hasta el susodicho zoo y sacábamos a un animal diferente que compartiera con
nosotros las aventuras del día.
Una grieta en la pared de un muro
era la puerta por la que los animales entraban y salían a nuestro mundo o
nuestra entrada en su universo. Una grieta de la que salía magia, de la de
verdad, de la que rebosa en los niños. Todavía no sé por qué lo llamábamos
zoo, porque los bichejos siempre caminaban de nuestro lado. Será porque aún no sabíamos
el verdadero significado de aquella palabra -cadenas-.
Un día, a la entrada del colegio, a
mi madre la atropelló un coche. Yo no vi nada, pero escuché un golpe. Y, al
instante, un grito que jamás olvidaré. Después, una monitora me agarró y me
alejó de la escena. A partir de ese momento tengo varios recuerdos, uno muy
claro y los demás difusos. Estaba fuera de mí, en otro universo a millones de
kilómetros de la Tierra, pensando qué habría sido de la persona que aquella
misma mañana me había llevado a la puerta del colegio.
A la hora del recreo me fui, como
siempre, con mis dos amigos. Nos dirigimos al zoo y de aquella diminuta grieta
sacamos de la mano a un gorila gigante. Juntos, los cuatro, nos pusimos en la
parte del patio que miraba a la carretera. Entre nosotros y ella había unos arbustos,
una valla y una acera, pero se podían divisar claramente los coches.
Ahora mismo no recuerdo el color
del que atropelló a mi madre, pero sé que en aquel momento sí, porque cada vez
que uno de dicho color cruzaba la carretera todos saltábamos con todas
nuestras fuerzas. Estábamos aplastando a la máquina que había generado
semejante desastre. Al coche, que no a la persona. Porque para entonces para mí
los coches eran coches, ajenos a las personas que habitaban en su interior.
No recuerdo mucho más de aquel día.
Solo el llegar a casa y encontrar a mi madre llena de vías. Mi padre es médico
y prefirió que se recuperara en casa. A ella le quedaba una larga
rehabilitación por delante, de la que ahora solo queda una cicatriz.
18 años después del incidente no sé
nada de mis dos compañeros de recreo, pero aún les recuerdo tan claramente como al gorila que me acompañó en lo que probablemente fue uno de los peores
días de mi vida.
Y es que la imaginación puede
salvarnos.