martes, 28 de febrero de 2017

Madrid, playa privada


Hace más de dos años que encontré algo exquisito, inimaginable, en las paredes de un Madrid contaminado de indiferencia: era una playa, con su correspondiente mar, y privada. Desde entonces me bañé tantas noches como pude y dejé sanar las heridas por una sal que se adhería a mi piel como una bendición. Después de aquello alguien a quien todavía no pongo cara más que de hijx de puta, me cerró mi playa por temporadas y ya solo podía ir a tomar el sol cuando las nubes del invierno no tapaban sus rayos de colores, a veces, opacos. Aún así, sol de enero.

Mi tierra es la que pisas, Madrid no es la misma sin tu arena.

Ahora han vuelto a quitar el cartel de "abierto x veces al año" y han dejado uno, por ahora, de tiempo indefinido. No puedo más que decir la de veces que esperé a ver llegar este día de egoísmo regalado, de arrogancia sin fronteras: la de tener mi playa solo para mí algunos ratos a la semana. 

Una fruta madura y sin tantos complejos cuelga ingenua en un árbol tropical que ha crecido hasta velarnos las distancias que tanto nos han acercado. Suena cursi, cursilería necesaria la de decir todo lo que te he esperado. El mar bravo en temporadas de hambruna ha erosionado parte de la pasión con la que a tus olas me entregaba, la tranquilidad corroe por mis venas (dentro de mi tranquilidad) y la suerte cobra forma de calma a la deriva. A la deriva siempre, sí, pero qué deriva. Balanceo suave que me lleva hasta la orilla regalándole a la playa un beso cariñoso, luego algo encendido, luego tsunamis que no son capaces de relegarnos a la Atlántida. 

Me es suficiente con saberte aquí, a tan solo obstáculos triviales alejando tus manos de mi culo.