Caían
las gotas una detrás de otra, pisándose los talones y, en algún punto de su
recorrido, como atraídas por una extraña fuerza, se unían en una sola, más
rápida y fugaz, más alegre quizás. Pero siempre llegaban a morir a la esquina
de alguna ventana, de un cristal.
Miraba aquello con cierta admiración que,
hasta entonces, se le había escapado.
Escuchó de fondo una pieza de piano muy
bella, que le llevaba a sus más escondidos recuerdos: ojos anhelantes, lluvia, ceniza,
cartas, sobre todo infinidad de cartas y… música.
La gota
negra que resbalaba por su mejilla, sin embargo, nunca caminaría al lado de otra.
Su camino era para siempre esperar.