A veces pienso en ti,
en vosotros.
Como pequeñas explosiones
que alguien tuvo la indecencia de impedir.
Como incendios que murieron
antes de lamer la boca de su mechero.
Como latidos en la entrepierna
que quedaron silenciados
cual gemido sordo
en las habitaciones de la casa de papá.
Pienso en vosotros,
como prolongaciones de una duda
que no ha sido pronunciada.
Y, a veces, sospecho
que entre mis piernas
no hay pirata que encalle eterno
su pata de palo.
A veces pienso en ti.
No ocurre a menudo,
ni tampoco ocurre con demasiada alegoría
-no al menos como antes-.
Pero cuando lo hace
me pregunto:
¿A qué sabría tu boca
después de soñar tantas veces
con morder la mía?
Fundirlas en un juego de luces y sombras.
Quizás serías el capullo
por el que mi corazón se hubiera roto.
Otras, pienso en ti.
Esto ocurre con algo más de frecuencia
y me sorprendo inventando
las muchas formas en las que reencontrarnos
en un beso que sabe a humo y a Praga
-nunca he besado a un hombre cigarro-.
Nuestra historia hubiera sido un drama.
Tú te hubieras quedado en Barcelona
-tal como ahora-,
habrías dirigido un corto
en el que yo sería la mala.
Yo, seguiría en Madrid.
Nada sería demasiado diferente.
Tú -en vez de otro-
me hubieras servido de tinta
de la que empapar mis poemas.
Ya ves, de qué hubiera valido
si, de todas formas
-de vez en cuando-,
os escribo.
A veces pienso en vosotros.
No ocurre a menudo.
Pero cuando lo hace
de la monogamia me río
por no llorar por las tumbas
de lo que pudo haber sido.