Salieron
a pasear una tarde más bajo un sol radiante, y caminaron en silencio sin cogerse
de la mano. Aún no sabían lo que el uno era para el otro. Quizás un parche,
quizás un aliento o quizás mucho más. Y, mientras el gris cubría el cielo, él la
vio, cada milímetro de su rostro, su cara sin vida, pero llena de sus ojos, que
rebosaban vitalidad. Sus labios finos, sus labios ardientes, sus mejillas sin
color… Mucho más. Muchísimo más. Y la lluvia les alcanzó, las calles se
encharcaron en segundos. Su pelo quedó empapado, como la ropa que se
pegó a su cuerpo.
Mucho más.
Así, bajo la furia de aquella lluvia torrencial, lo supo. La cogió de la cintura y la atrajo hacia sí. Dos minutos se quedaron
pegados el uno al otro, embebiéndose en un nuevo acertijo que jamás
descubrirían y, poco a poco, sus labios se buscaron, pidiendo permiso, esperando,
temiendo romper el hechizo que les envolvía, hasta que, finalmente, se encontraron.
“Mucho más”.
Ya eran una sola, una sola gota que se regocijaba bajo miles de ellas.
Mucho más.