Ella no era de esas chicas que salen en las revistas. No tenía una cara perfecta ni era delgada. En su lugar, tenía ojeras casi todos los días, que le contaban al mundo lo poco que dormía (a pesar de que siempre lo hacía sin desvelos). Su piel estaba pintada de cicatrices desde la cabeza hasta los pies, contando historias de amantes pasajeros, de problemas con el ego, de platos rotos, de carreras huyendo de sus miedos... Aunque, cuando le desabrochaban los botones de su camisa, ninguno se fijaba en las heridas de sus pechos ni en la mancha de su mejilla derecha, ni siquiera en los cortes blancos de sus muslos y sus muñecas.
Ella tenía un lunar en la comisura del labio, que de repente un día desapareció, como borrado por la saliva de tantas bocas.
Ella se maquillaba las heridas de su cara, a veces también las de su escote, pintaba de rayos de noche la línea de su mirada e intentaba que sus pestañas se levantaran, pero nunca lo hacían (aún así seguía intentando desplegarlas -las pestañas digo-).
Se mordía las uñas, lo justo para que casi no se notasen. O para que casi se notasen.
Se bajaba los escotes lo justo para que sus pechos casi no se asomaran. O para que casi se asomaran.
Y casi consigue que los demás crean que sus labios rojoputa son siempre rojos. Y casi consigue que crean que su raya de noche pinta también el día.
Los sábados, cuando el sol ya se ha ido, se cambia su cadena preferida por una baratija de mierda de Inditex, y se cambia sus dos pendientes de coco por dos diamantes de sangre. Se pinta las uñas y se quita la coleta para deshacer sus ondulaciones en falsas tiras lisas.
Con el sabor ya de los cubatas en la boca, de los cigarros en los labios y del sexo en la entrepierna, acorta su corta falda y se sube a las alturas de sus tacones.
Y la noche empieza a arder.