Que en asuntos de dolor
siempre me he tirado sin paracaídas,
y, en más de una ocasión,
no se abrió.
Y, si te soy sincera,
unas veces no se tiraron a por mí,
otras no les dejé yo.
El problema
es que siempre me ha dado miedo
abrir mis alas,
porque están ahí. Lo sé.
Las siento cada vez que es música
el sonido de nuestro roce,
las siento
en cada zancada, cada zarpazo,
a toda prisa hacia la nada
(que es mi libertad)
y ahí casi se despliegan.
Las siento en un salto hacia el mar,
en la vida, que duele, pero que brilla.
Y en el baile, que es follar, pero sin tocarse,
y en las carcajadas,
que me dejan sin aire,
porque no hay nada como dejar de respirar voluntariamente
(y encima descojonarse).
Pero se han abierto y vuelo,
vuelo,
cada vez que me miras y no me salvas.
Caída libre en tus ojos,
al galope.
Saltar al precipicio de tus hombros,
pero sin golpe.