El humo ascendía por sus pulmones como si de una salvación se tratara. Las lágrimas teñidas de un negro que jamás había derramado se le escurrían, punzantes, por su barbilla, y salpicaban de nada un presente tan lejano que ya no volvería.
La copa rebosaba de vacío y, si la miraba medio llena, solo veía una mitad deshabitada. Observaba, sin ver, unas luces que vibraban desacompasadas con la música de mierda que sonaba en cualquier garito de Madrid a aquellas horas de la madrugada.
- No se puede fumar.- Le espetó el camarero, como un cartel parlante de los que había colgados por todo el local.
"¿Qué mierdas estoy haciendo aquí?", se preguntaba incrédula ante tanta decencia. Sonrío al camarero y aplastó el cigarro con sus botas después de haberlo tirado al suelo, donde la gente bailaba y vertía los cubatas (que después se convertirían en trampa mortal de bailarines inexperimentados).
Apuró su copa medio vacía y salió por la puerta del bar con la certeza de haber desafiado a un imperio, mientras veía como el camarero hacía aspavientos con sus brazos y gesticulaba palabras inertes.
Se olvidó, sencillamente, se olvidó por un momento de quién era ella detrás de todo ese montón de basura que había sido una relación de la que ya solo quedaban los pedazos.
Y, ahora, se recuperaba de su amnesia.
Respiró el aire gélido que la capital española le brindaba en un enero que recordaba más frío que ningún otro. Se inspiró, y encendió otro cigarro.
Deambuló durante horas con las manos congeladas, solo impulsadas por el movimiento que le exigía encadenar un pitillo tras otro.
Fue al recorrer el barrio de Malasaña cuando le vio: una silueta recortada en la noche y el humo que emanaba de su boca, como una fogata de señales. Una boina como la de Thomas Selby y una gabardina que le llegaba hasta las rodillas.
En ese momento decidió que jugaría a la suerte del principiante.
Apagó su cigarro antes de que el extraño la viera y dejó caer su mechero al asfalto.
- ¿Me das fuego?- le preguntó, mientras se ponía el correspondiente cigarro en los labios.
El extraño, sin mediar palabra, sacó de su bolsillo una caja de cerillas. Cogió una y, seguidamente, la prendió para encender el pitillo de su interlocutora, la cual pudo ver, al calor de esa pequeña llama, los ojos azules de aquel desconocido, que se escondían en las sombras.
- Yo te preguntaba si me dabas fuego, joder.
El extraño apagó entonces la cerilla y expulsó el humo de su boca en la de ella.
- Todo el que tú quieras.