Mientras se leían los cuerpos en las noches de octubre (y por la mañana, y por la tarde, y en cualquier recoveco que les permitiera estudiarse entre caricias), las hojas de los árboles iban cayendo y el frío se les metía por las ventanas de sus muslos.
El mar se disfrazaba de sábanas que embravecían cada vez que sus labios se encontraban, y se perdían en una tormenta de piel y gemidos. La playa se vestía de esquinas en las calles, de parques, de cines.
Es verdad, no podían tomar el sol, pero se les daba de maravilla tomar la luna.
El infierno del verano había pasado, pero es que cada vez que se rozaban sufrían de un golpe de calor. A veces, lo apaciguaban y se convertían en fuego.
Y mientras se estudiaban los ojos, la boca y el cuerpo en las mañanas de octubre, llegaba septiembre. El puto septiembre.