Y una vez allí, en la inconsciencia de lo real, la flor le pidió al viento compasión: “Deja de arrastrar mis pétalos, deja de llevarte mi alma”. Y el viento así lo hizo.
Pronto comprendieron que se encontraban en una gran encrucijada y, como dos niños locos, se dejaron llevar por los actos del corazón. Los pétalos vuelan, vuelan junto al viento que los mece suavemente, siempre por los buenos caminos: “Preciosa flor, jamás cambiaría esto.”
Noche, día, ¿Qué más daba? Todo era perfecto, lo imposible había dado paso a la mayor perfección que se esperaba.
Pero, de repente, el viento se vio en tempestad y, junto con él, los pétalos se agitaron.
Ya no hay más que angustioso dolor, ya no hay más que noches eternas, el alma había quedado descompuesta.
“Quise calmar el viento y el viento me embraveció, quise querer lo que no se puede querer”.
Yo he escuchado que en las noches más oscuras el viento arrastra un pétalo rojo que nunca cae al suelo.