Ilustración: Erika Kuhn
Yo era el cuerpo, tú el cuchillo.
Yo estaba enamorada de tu guadaña,
y tú eras adicto a mi rabia.
Te sacaste de dentro, de golpe,
y dolió tanto durante un tiempo
que creía que iba a desangrarme,
de tus promesas,
de nuestros recuerdos,
de todos los versos afilados que ya no suturan.
Pero no me desangré,
ya ves.
El coágulo cerró el desastre,
la vida cosió indiferente
y, muy a mi pesar,
seguí viva.
Y vivo a veces.
Y otras creo
que no solo sobrevivo.
La realidad es esta:
no echo de menos tu hoja afilada.
¿Me estaré volviendo cuerda?
No me apetece enamorarme de una puta soga.
Basta.
Lo que quiero decir
es que todavía te quiero.
Es fácil decirlo.
Ni me duelen las costillas
ni me muero por tu recuerdo.
La intensidad
se quedó en lo eterno,
la sangre seca
en lo imperecedero.
Ya no me importa que vuelvas,
porque yo ya no estoy:
"Hola, soy yo, y soy adicta a un cuchillo".
Después de pasar por eso,
y con ayuda de lo perecedero,
fue fácil irse sin mirar atrás.
Ahora estoy delante,
de ti,
de la vida.
Miro atrás,
no te veo.
Miro delante,
no te quiero (aquí).
Miro aquí
y me ves,
y no te veo.
Ya no estoy,
pero tú tampoco.
Eras un cuchillo precioso.
Fue un placer desangrarme contigo,
pero ahora prefiero ser yo
quien empuñe su propia desgracia.
(No te confundas,
mi amor,
también fuiste la mayor cursilería
que jamás he vivido).
Esto es un ¿poema?
sin acabar,
20 trozos de un desastre,
y una canción inesperada.
Ya solo puedes volver tarde
a una cita sin reloj
ni chica que te espere.
Al final,
resulta que teníamos razón:
no había billete de vuelta.